Los instintos no son meros impulsos biológicos destinados a la supervivencia; son fuerzas primordiales que emergen de la interconexión entre cuerpo, mente, alma y mundo. Actúan como senderos internos que nos recuerdan nuestra pertenencia a la Trama de la Vida, orientándonos en el flujo de la existencia.
Desde una perspectiva ecopsicológica, podemos entender los instintos como movimientos esenciales de la vida en nosotros, expresiones de la inteligencia de la Tierra en nuestra conciencia encarnada. No son solo respuestas automáticas, sino puentes entre la materia y lo trascendente, entre la inmediatez del cuerpo y la vastedad del alma.
En este sentido, Teresita Domínguez (2017), en su presentación El Lugar de los Instintos en la Ecopsicoterapia, plantea que “los instintos no son la panacea universal ni la fuente de nuestras desgracias. Simplemente son nuestra naturaleza, nuestra animalidad, y sobre todo, nuestra vitalidad. Pero por supuesto, no vamos a darles rienda suelta ( ) y exponernos a su expresión así sin más. Deseamos integrarlos a nuestra vida, dejándonos movilizar por ellos de una forma que podamos sostener, según nuestra estructura de personalidad, pero a través de un proceso generador de salud.”
Este planteamiento nos invita a comprender que la resalvajización no es un retorno caótico a impulsos sin control, sino un proceso consciente de reintegración de nuestros instintos en equilibrio con nuestra psique y nuestra relación con el mundo. No se trata de oponer lo instintivo a lo racional o lo cultural, sino de reconocer que en nuestra animalidad también reside nuestra vitalidad y nuestra capacidad de habitar el planeta de manera plena.
Desde esta perspectiva, podemos abordar los instintos como senderos ecopsicológicos que guían nuestra reconexión con la vida. Son brújulas que nos permiten reorientarnos dentro de una cultura que ha tendido a reprimirlos o distorsionarlos. La resalvajización nos invita a recordar estos senderos, no como simples mecanismos de reacción, sino como caminos hacia la plenitud de lo humano en relación con lo más-que-humano.
Los Instintos como Senderos del Alma
Cada instinto primordial nos ofrece una guía de regreso a la conexión profunda con la vida. Son ritmos del cosmos inscritos en nuestro ser.
¿Por qué hemos olvidado estos instintos?
La modernidad, con su énfasis en la racionalidad y la separación del ser humano de la naturaleza, ha contribuido al olvido de nuestros instintos primordiales. La urbanización, la tecnología y las estructuras sociales que priorizan la competencia sobre la colaboración han erosionado nuestra conexión innata con la Tierra y con nosotros mismos. Pero este olvido no es casual: así como tememos la naturaleza salvaje afuera y buscamos domesticarla, también tememos la naturaleza adentro, la fuerza instintiva que nos habita. En un intento de controlarlo todo, hemos reprimido los ritmos profundos de la vida que laten en nuestro cuerpo, nuestra emocionalidad y nuestra psique. Los instintos, en su esencia, son esa naturaleza viva dentro de nosotros, y al intentar negarlos o domesticarlos, hemos perdido un acceso esencial a nuestra vitalidad, nuestra sabiduría innata y nuestro sentido de pertenencia al mundo.
Recuperar los Instintos: Un Camino de Regreso
Si hemos olvidado nuestros instintos, también podemos recordarlos. No están perdidos, solo dormidos, esperando ser reactivados a través de la atención consciente y la reconexión con la vida. Cada instinto primordial nos ofrece un sendero hacia una experiencia más plena y armoniosa con la Tierra y con nosotros mismos. Al reconocerlos y reintegrarlos, podemos restaurar la vitalidad de nuestra existencia y reinsertarnos en la trama del mundo vivo.
1. Instinto de Pertenencia: El Llamado del Gran Cuerpo
Desde siempre, la vida ha tejido redes de interdependencia, donde cada ser es parte de un entramado mayor. No somos entidades aisladas, sino células de un mismo organismo viviente. El instinto de pertenencia es la memoria de este vínculo profundo, el saber innato de que no estamos solos, sino entrelazados con todo lo que existe. Nos recuerda que la Tierra es nuestra casa, que nuestra piel es la prolongación del paisaje, que el aire que respiramos ha sido exhalado por los bosques y que el agua en nuestro cuerpo ha recorrido ríos y océanos mucho antes de habitarnos. Este instinto nos devuelve la certeza de que la separación es una ilusión y que la existencia solo cobra sentido dentro del gran cuerpo de la vida (Abram, 1996).
Sin embargo, la modernidad nos ha fragmentado, empujándonos a vernos como individuos desconectados, rompiendo los lazos que nos unen a la Tierra y entre nosotros. Nos hemos distanciado de los ciclos naturales, de la comunidad y de la memoria ancestral que nos decía que pertenecer es nuestro derecho de nacimiento. En la práctica clínica, este exilio existencial se manifiesta como soledad profunda, desarraigo y vacío. La sensación de no tener un lugar, de no ser parte de nada significativo, es una de las heridas más comunes en la humanidad contemporánea (Roszak, 1992). Muchas personas buscan pertenencia en estructuras que no pueden ofrecerla: en el consumo, en la sobreproductividad, en una hiperindividualidad que solo acentúa el aislamiento. Pero el anhelo persiste, porque la pertenencia no es un lujo, sino un instinto fundamental del alma.
Las comunidades originarias han conservado un vínculo profundo con la Tierra como identidad y raíz. Para ellas, el territorio es sagrado no solo porque les provee sustento, sino porque en él habitan los espíritus de los ancestros, la historia y el sentido de continuidad en espiral (Kimmerer, 2013). Los pueblos originarios se presentan a sí mismos diciendo «soy del río», «soy del bosque», expresando no solo un lugar de origen, sino una pertenencia inseparable. Esta forma de habitar el mundo nos recuerda que la verdadera pertenencia no es un apego territorial, sino un reconocimiento de que somos parte de un sistema vivo que nos sostiene y al que debemos cuidar.
La Ecopsicología señala que el olvido de este instinto es una de las causas más profundas del malestar contemporáneo. Theodore Roszak (1992) lo expresa claramente: «El núcleo de la mente es el inconsciente ecológico. Para la Ecopsicología, la represión del inconsciente ecológico es la raíz más profunda de la locura colectiva de la sociedad industrial.»
Cuando reprimimos la conexión con el mundo vivo, nos fragmentamos internamente, perdiendo el sentido del «Nosotros».
Restaurar el instinto de pertenencia no significa solo reconectar con la naturaleza externa, sino también sanar la sensación de separación dentro de nosotros mismos. Implica recordar que pertenecemos a una historia más grande, que nuestra existencia está enraizada en un linaje de relaciones que nos trascienden. Cada respiración es un acto de comunión con los árboles. Cada paso sobre la Tierra es un reencuentro con el hogar primordial.
👉 Cuando el Instinto de Pertenencia es negado, emerge la soledad existencial y la alienación. Cuando es restaurado, despierta el sentido sagrado del «Nosotros».
- Instinto de Cuidado: La Inteligencia del Corazón
El instinto de cuidado, más allá de una simple respuesta biológica, se manifiesta como una fuerza cósmica que sostiene la armonía en los ecosistemas y en las relaciones humanas. Este principio es evidente en la naturaleza: las redes de micorrizas en los bosques permiten que los árboles compartan nutrientes y se apoyen mutuamente, demostrando un sistema de cuidado y colaboración natural (Simard, 2021). Del mismo modo, los lobos, al reintroducirse en ciertos hábitats, han restaurado el equilibrio de los bosques, evidenciando cómo el cuidado y la presencia de una especie pueden revitalizar un ecosistema completo.
En nuestra sociedad, sin embargo, el instinto de cuidado a menudo se reprime o desvaloriza. Las personas que se dedican al cuidado, como enfermeras, cuidadores y trabajadores sociales (casi siempre en femenino), frecuentemente enfrentan condiciones laborales precarias, bajos salarios y falta de reconocimiento (Federici, 2013). Esta desvalorización refleja una tendencia cultural a minimizar la importancia del cuidado, llevándolo a la precariedad y marginación. Profundizar en este aspecto revela cómo nuestra cultura ha marginado este instinto esencial y cómo podemos reivindicarlo.
La psicóloga y feminista Carol Gilligan (1982) ha sido una voz destacada en la revalorización del cuidado. En su obra In a Different Voice, Gilligan introduce la «ética del cuidado», destacando que las mujeres, a menudo, enfocan los dilemas morales desde una perspectiva de responsabilidad y relaciones, en contraste con una ética de justicia más centrada en reglas y derechos. Gilligan señala que el cuidado es una capacidad humana fundamental que ha sido históricamente subestimada en las teorías éticas tradicionales. En una entrevista reciente, enfatizó: «La empatía y el cuidado son inherentes a los seres humanos y esenciales para nuestra supervivencia y la del planeta» (Gilligan, 2011).
Cuando el instinto de cuidado florece, nace la compasión activa y la regeneración de la vida. La práctica de la Terapia Eco-Somática, desarrollada por Adriana Ordóñez Ortiz (s.f.), integra el cuerpo y la naturaleza en procesos terapéuticos, reconociendo que el bienestar humano está intrínsecamente ligado al bienestar del planeta. Esta perspectiva holística promueve una reconexión con nuestra esencia natural y fomenta una cultura de cuidado hacia nosotros mismos y hacia el entorno que habitamos.
Al reivindicar y nutrir el instinto de cuidado, no solo sanamos nuestras relaciones interpersonales, sino que también contribuimos a la salud y equilibrio de la Tierra. Reconocer el cuidado como una inteligencia del corazón nos invita a vivir en armonía con todos los seres, promoviendo una existencia más compasiva y sostenible.
👉 Cuando el instinto de cuidado se reprime, emerge la indiferencia y el extractivismo. Cuando florece, nace la compasión activa y la regeneración de la vida.
- Instinto de Reciprocidad: La Danza del Dar y Recibir
Nada en la vida existe de manera aislada. Desde el aire que respiramos hasta los alimentos que nos nutren, todo en la naturaleza es un acto de intercambio constante. El instinto de reciprocidad nos recuerda esta verdad fundamental: la vida prospera en el dar y recibir, en la capacidad de participar activamente en la red de interdependencias que nos sostiene. Nos invita a ver el mundo no como un espacio de explotación, sino como una danza de equilibrio en la que cada ser aporta algo y, a su vez, recibe lo que necesita.
La sabiduría ancestral ha preservado este conocimiento a lo largo del tiempo, comprendiendo que tomar sin devolver rompe el flujo natural de la vida. En los Andes, esta comprensión se manifiesta en el Ayni, un principio fundamental de reciprocidad que rige la relación entre los seres humanos y la naturaleza, así como entre las comunidades (Van Kessel, 1996). Ayni significa «hoy por ti, mañana por mí», pero va mucho más allá de un simple intercambio: es un modo de vida basado en el dar y recibir en equilibrio, asegurando que cada acción tenga su devolución en un ciclo continuo de armonía. En la cosmovisión andina, nada existe en solitario; todo lo que se recibe debe ser correspondido, pues el bienestar individual solo puede darse dentro del bienestar colectivo.
Este principio no es solo una idea abstracta, sino una práctica tangible que se expresa en múltiples formas. En las comunidades andinas, el Ayni se manifiesta en la ayuda mutua en las cosechas, en el compartir recursos sin esperar una ganancia inmediata y en la relación con la Pachamama (Rengifo, 1998). Antes de sembrar, se hacen ofrendas a la Tierra en agradecimiento por lo que dará, reconociendo que no se puede solo tomar sin devolver. Este mismo principio se refleja en los ecosistemas: en los bosques, por ejemplo, los líquenes fijan nitrógeno en el suelo, enriqueciendo el ecosistema, mientras que los árboles les ofrecen soporte y un microclima adecuado para su desarrollo (Kimmerer, 2013). Así, en la naturaleza, no hay transacciones ni acumulación desmedida, solo un flujo constante de intercambio en el que todos los participantes contribuyen al equilibrio general.
Cuando este instinto se bloquea, surge una cultura de consumo y acumulación que rompe este ciclo sagrado. Nos enseñaron a tomar sin agradecer, a recibir sin devolver. La consecuencia es un mundo donde la avidez reemplaza la generosidad y la desconexión nos deja insatisfechos incluso cuando tenemos más de lo que necesitamos. Pero cuando despertamos el instinto de reciprocidad, comprendemos que cada gesto tiene un impacto en la sinfonía de la vida y que vivir en armonía significa participar conscientemente en el dar y recibir.
La científica y escritora Robin Wall Kimmerer (2013) expresa esta idea con claridad en Braiding Sweetgrass:
«Para ser generoso hay que saber recibir. Para recibir hay que saber dar. Este es el principio ecológico fundamental de la vida en la Tierra.»
Reconocer la reciprocidad como una fuerza esencial nos devuelve a una forma de estar en el mundo donde la gratitud, el respeto y el equilibrio rigen nuestras acciones. Nos invita a preguntarnos:
- ¿Qué estoy ofreciendo al mundo?
- ¿Cómo estoy recibiendo lo que la vida me da?
En el Ayni, en la danza de la reciprocidad, se encuentra la clave para restaurar nuestra relación con la Tierra y con los demás.
👉 Cuando el instinto de reciprocidad se bloquea, surge la cultura del consumo y la acumulación. Cuando despierta, reconocemos que cada gesto tiene un impacto en la sinfonía del mundo.
- Instinto de Colaboración: La Sabiduría de los Enjambres
La vida no conquistó el planeta a través de la agresión, sino mediante redes de colaboración. Desde el origen mismo de la existencia, la cooperación ha sido una fuerza fundamental en la evolución. Las bacterias, al unirse en complejas relaciones simbióticas, dieron origen a la atmósfera respirable. Las células eucariotas, que permitieron la diversidad biológica que hoy conocemos, nacieron de la integración de organismos más simples en un proceso de simbiogénesis. En los cielos, las bandadas de aves migran en perfecta sincronía sin un líder único, guiadas por un sofisticado sistema de conexión entre individuos.
La bióloga Lynn Margulis (1998), en su teoría de la simbiogénesis, destaca que la cooperación y la integración de diferentes organismos han sido fuerzas motrices en la evolución de la vida. Ella afirma que «la simbiosis, la unión de distintos organismos para formar nuevos colectivos, ha resultado ser la más importante fuerza de cambio sobre la Tierra». Esta perspectiva desafía la noción de que la competencia es el principal motor evolutivo, subrayando en cambio la importancia de la colaboración y la reciprocidad en la creación de nuevas formas de vida. En su obra Symbiotic Planet, Margulis (1998) insiste en que «la vida no conquistó el planeta a través de la agresión, sino mediante redes de colaboración».
Sin embargo, la modernidad ha exaltado la competencia como el motor del progreso. Desde la economía hasta la educación, se nos enseña a destacar, a ganar, a sobresalir por encima de los demás. Pero, ¿qué perdemos cuando dejamos de colaborar? Cuando este instinto es sofocado, surge la fragmentación social, la desconfianza y el individualismo extremo. Nos encontramos en un mundo donde las estructuras comunitarias se debilitan y donde el ego prevalece sobre la red de relaciones que sostiene la vida.
La Ecopsicología nos invita a cultivar lo que Joanna Macy (2007) denomina el «Yo Verde», una identidad ampliada que no se percibe como un individuo aislado, sino como parte de un sistema mayor. Para Macy, el «Yo Verde» es la conciencia de que nuestro bienestar no puede separarse del bienestar del mundo vivo, y que nuestra identidad no termina en la piel, sino que se extiende a ríos, bosques y ecosistemas. En la naturaleza, cada ser cumple una función dentro de un entramado más grande. Ningún árbol crece solo, ninguna criatura sobrevive sin depender de otras. Cuando integramos esta conciencia en nuestras comunidades, transformamos la competencia en cooperación, la fragmentación en redes de sostén.
Este instinto nos invita a preguntarnos: ¿Cómo podemos colaborar más? ¿Cómo podemos tejer redes resilientes? La respuesta está en la inteligencia del enjambre, en la sabiduría de la naturaleza, que nos enseña que el verdadero poder no reside en la lucha por el dominio, sino en la capacidad de tejer vínculos de apoyo mutuo.
👉 Cuando el instinto de colaboración es sofocado, surge la competencia destructiva y la fragmentación social. Cuando se honra, emergen redes de sostén y comunidades resilientes.
- Instinto de Expansión y Contracción: El Pulso de la Vida-Muerte-Vida
El universo entero respira en ciclos de expansión y contracción. Así como las galaxias se despliegan en el cosmos, también los bosques, los ríos y los seres vivos siguen un ritmo de crecimiento, pausa, transformación y renacimiento. Sin embargo, la cultura moderna nos ha enseñado a valorar solo una parte de este ciclo: el avance, la acumulación, el progreso sin límites. Nos han hecho creer que la vida es una línea ascendente, cuando en realidad es un espiral de nacimiento, muerte y regeneración. La expansión sin contracción es agotamiento; la vida sin muerte es estancamiento.
Más que un simple «instinto de expansión», podríamos hablar de un instinto de transformación, que abarca tanto el florecer como el morir, el emerger y el regresar al origen. La naturaleza nos enseña que la evolución no es solo avance, sino también descomposición, invierno, descanso y renacimiento. En los ecosistemas, la muerte no es un final, sino una transición: los árboles caídos en el bosque no desaparecen, sino que se convierten en hábitat para hongos, insectos y microorganismos, devolviendo su energía a la red de la vida. La semilla debe morir para que el árbol pueda nacer.
Clarissa Pinkola Estés (1992), en Mujeres que corren con los lobos, nos recuerda que este ciclo de transformación es también una verdad psíquica y espiritual: «No hay verdadera creatividad sin destrucción previa. La semilla debe morir para que el árbol pueda nacer». Así como la naturaleza renueva sus formas a través del desprendimiento y la disolución, el alma humana también necesita atravesar procesos de muerte simbólica para renacer con mayor plenitud. En la psicología profunda, la crisis no es un error del sistema, sino un umbral necesario para la regeneración del ser.
Sin embargo, hemos glorificado el crecimiento sin fin y la productividad constante, desconectándonos del ritmo cíclico de la existencia. Paul Shepard (1998), en Coming Home to the Pleistocene, argumenta que la desconexión de los ciclos naturales ha sido una de las grandes tragedias de la civilización. Sostiene que en las culturas ancestrales, los rituales de paso, el contacto con la naturaleza y la aceptación de la muerte eran fundamentales para una psique saludable. Sin estas transiciones simbólicas y reales, las sociedades modernas se han vuelto frenéticas y ansiosas, atrapadas en una ilusión de progreso infinito.
Cuando este instinto se desconecta de la vida, se convierte en deseo de dominación: un impulso de controlar, explotar y evitar la caducidad de las cosas. La negación de la muerte ha llevado a sociedades que temen el envejecimiento, que rechazan el descanso, que producen sin pausa y destruyen sin regenerar.
Pero cuando este instinto se alinea con la Tierra, se vuelve creatividad, innovación regenerativa y evolución del alma. Aprender a habitar los ciclos naturales sin resistencia nos devuelve al flujo de la vida, nos enseña que en cada final hay un nuevo comienzo, y que la verdadera transformación solo ocurre cuando aceptamos la danza de la expansión y la contracción, de la vida y la muerte.
👉 Cuando el instinto de expansión y contracción se desconecta de la vida, se convierte en deseo de dominación. Cuando se alinea con la Tierra, se vuelve creatividad, innovación regenerativa y evolución del alma.
Resalvajización: Recuperar los Senderos Instintivos de la Vida
Los instintos primordiales no son impulsos a domesticar, sino saberes a recordar. Son huellas ancestrales en nuestra biología, en nuestra psique y en nuestra espiritualidad, conectándonos con la sabiduría del mundo vivo. Cada uno es una brújula interna, no solo para la supervivencia, sino para la plenitud del ser: nos orientan en la pertenencia, el cuidado, la reciprocidad, la colaboración y la transformación, enseñándonos a estar en relación con la Tierra y con el entramado de la vida.
Sin embargo, hemos perdido estos senderos en el proceso de separación de lo natural, creando sociedades basadas en la desconexión, la competencia y la explotación. Hemos olvidado que la vida no se sostiene sobre el aislamiento, sino sobre el vínculo; que la salud no es un estado individual, sino una armonía relacional; que la evolución no es una lucha por el dominio, sino un proceso de colaboración y reciprocidad.
Desde la Ecopsicología, recuperar nuestros instintos no es un acto de regresión, sino de sanación profunda. Es recordar nuestro lugar en el mundo no como dominadores, sino como tejidos en la red sagrada de la existencia. La resalvajización no nos llama a un retorno caótico, sino a un reencuentro consciente con la inteligencia primordial de la vida. Nos invita a escuchar de nuevo a la Tierra en nuestro cuerpo, a permitir que el alma recuerde su lenguaje olvidado, a volvernos permeables al latido del mundo.
Resalvajizarnos no es retroceder, sino avanzar hacia una forma más lúcida, libre y amorosa de estar en la Tierra. Es despertar la memoria profunda de nuestra interconexión, abriendo paso a una humanidad que no teme su naturaleza, sino que la abraza como su mayor fortaleza.
Referencias Bibliográficas
- Abram, D. (1996). The spell of the sensuous: Perception and language in a more-than-human world. Vintage Books.
- Domínguez, T. (2017, septiembre). El lugar de los instintos en la ecopsicoterapia. Ponencia presentada en el VI Congreso de la International Ecopsychology Society, Montevideo, Uruguay.
- Estés, C. P. (1992). Mujeres que corren con los lobos: Mitos y relatos del arquetipo de la Mujer Salvaje. Random House.
- Federici, S. (2013). Revolución en punto cero: Trabajo doméstico, reproducción y luchas feministas. Traficantes de Sueños.
- Gilligan, C. (1982). In a different voice: Psychological theory and women’s development. Harvard University Press.
- Gilligan, C. (2011). Joining the resistance. Polity Press.
- Kimmerer, R. W. (2013). Braiding sweetgrass: Indigenous wisdom, scientific knowledge, and the teachings of plants. Milkweed Editions.
- Macy, J. (2007). World as lover, world as self: Courage for global justice and ecological renewal. Parallax Press.
- Macy, J., & Johnstone, C. (2012). Active hope: How to face the mess we’re in without going crazy. New World Library.
- Margulis, L. (1998). Symbiotic planet: A new look at evolution. Basic Books.
- Ordóñez Ortiz, A. (s.f.). Terapia Eco-Somática. Vivencia Eco Somática. Recuperado de https://www.vivenciaecosomatica.com
- Roszak, T. (1992). The voice of the earth: An exploration of ecopsychology. Phanes Press.
- Shepard, P. (1998). Coming home to the Pleistocene. Island Press.
- Simard, S. (2021). Finding the mother tree: Discovering the wisdom of the forest. Alfred A. Knopf.
- Van Kessel, J. (1996). Sabiduría, religión y cultura andina. Centro Bartolomé de las Casas.
- Rengifo, G. (1998). El Ayni como principio de reciprocidad en los Andes. Instituto de Estudios Peruanos.